viernes, 20 de junio de 2014

8° La Iglesia comisionada: discípulos de Jesucristo



Como ya se ha repetido en esta serie de entradas, es la proclamación del Evangelio la que hace a la Iglesia ser Iglesia, unida por la acción del Espíritu Santo. La persona que es tocada por el Evangelio se convierte a una nueva vida, la vida conforme al Espíritu de Cristo, Espíritu de esperanza en el Reino de los Cielos. Hemos hablado que este grupo de personas convertidas forman una comunidad, una familia de hermanos, un pueblo escogido... y acá hablaremos de la Iglesia como una comisión de discípulos.

El concepto de "comisión" al que me refiero es:
Conjunto de personas elegidas para realizar una labor determinada (The Free Dictionary)
Esto es que Jesús nos ha elegido, nos ha escogido para realizar una labor divina, nos ha encargado una misión. La gran comisión aparece en los cuatro evangelios (Mt.28:16-20; Mr.16.14-18; Lc.24.36-49; Jn.20.19-23), y ésta se presenta cuando Cristo resucitado se aparece a sus discípulos. Estos seguidores habían presenciado la muerte de su Maestro, se sentían solos y confundidos, pero cuando como comunidad se encuentran con su Señor, que derrotó a la muerte, vuelve la paz a ellos y son enviados. Así como el Padre celestial envío a su Hijo, así mismo el Hijo nos envía como testigos de su resurrección (Jn.17:18). Como ya mencionaba en la 3° entrada, se ha de esparcir sin restricción alguna esa Buena Noticia del arrepentimiento y perdón de los pecados, aquella conversión que lleva a la vida conforme al Espíritu de Dios. El evangelio según Mateo dice:
Y Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén.
El entenderse como comisión de discípulos significa, primero, concebir a Cristo como Señor de todas las cosas, con toda autoridad sobre todo, tanto visible como invisible. Y esto implica ser sus servidores, regirse conforme a Su voluntad, la voluntad de nuestro Padre (Mt.7:21). Nuestro Señor nos manda "id, y haced discípulos[...]; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado", con el énfasis que tiene el evangelio de Mateo: Cristo es nuestro Maestro, nosotros sus discípulos, seguidores que aprenden de Él. Los once ya habían escuchado su llamada: "¡Sígueme!" (Mt.4:18-22; Mc.1:16-20; Lc.5:1-11; Mc.2:14; Mt.9:9-13; Lc.5:27-32; Jn.21:22). Ahora están enviados a que más y más escuchen ese "¡Sígueme!" y se hagan discípulos, haciéndose parte de esta comisión, haciendo propia esta misión evangélica que Cristo ha dado a los suyos. En la entrada anterior decía que, como hijos de Dios, hemos de obedecer la voluntad de nuestro Padre y que nos ha enviado a su primogénito para que le imitemos. Un buen ejemplo de sus enseñanzas son las múltiples parábolas que cuenta y explica a sus discípulos. En la Última Cena según San Juan, Cristo da su último gran sermón a sus amigos (Jn.13-17), en el que pone énfasis en imitarle y en cumplir sus mandamientos (Jn 13:14-15,34-35; 14:15,21; 15:10-17). Cristo dice: "Si me amáis, guardad mis mandamientos", y habla también de un mandamiento nuevo, el del amor mutuo, y que "en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros". Para evangelizar y enseñar lo mandado por el Señor, es esencial vivir como Cristo nos manda vivir, y viviendo esa vida de amor podremos enseñar qué significa ser discípulos de Cristo.

Al hablar de mandamientos es imposible no pensar en la Ley de Moisés, presentada extensamente en el Pentateuco, de la cual se suelen rescatar principalmente los diez mandamientos (Ex.20:1-17; Dt.5:6-21). Y sabemos que como cristianos toda la Ley se resume en lo siguiente: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo" (Mt.22:34-40, Mr.12:28-34; Lc.10:27-28) (Dt.6:5; Lv.19:18), que también puede expresarse con la regla de oro: "y como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos" (Mt.7:12; Lc.6:31). Israel tenía esta ley de Moisés, pero Jesús se muestra crítico ante una justicia corrupta: "Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres" (Mt.15:9). Aquellos escribas y maestros de la ley ya no enseñaban al pueblo la justicia de Dios (Mt.5:20), frente a lo cual se muestra a Jesús como el gran Maestro de la Ley, especialmente en Mateo, como un segundo Moisés, mayor que Moisés. Es Jesús de Nazaret quien tiene la verdadera autoridad para interpretar la ley, y lo hace profundamente en el sermón del monte (Mt.5-7; Lc.6:20-49). El luteranismo enseña que la función primordial de la Ley es mostrarnos categóricamente cuán incapaz es la humanidad de cumplir con los parámetros de Dios. Así se hace evidente el pecado humano y que debemos encomendarnos a la misericordia de nuestro Padre, a su Gracia inmerecida (Rom.5:20-21). Cristo es el único que cumple los parámetros de la Ley, en Él es completa la justicia, Él es la justicia y, como decía en la 6° entrada, nos hace libres del yugo de la ley. Pero cuidado que no nos hace libres para que la ignoremos ni para abolirla, nos la enseña para que nos guiemos por ella y la cumplamos (Rom.3:27-31). Como dice en Mt.5:17-19:
No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir[1]. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido. De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos.
Cristo viene a dar la correcta interpretación de la Ley, y su justicia es la que nos hace ciudadanos del Reino de los Cielos. Hemos de cumplir los mandamientos como la ley de aquella patria celestial, en la que es Dios quien juzga, no nosotros. He ahí que cuando Moisés condena a muerte, no significa que tengamos derecho a ejecutar tal sentencia, pues le compete a nuestro Padre celestial, quien también sabe cómo vengarse de la muerte.

Replicando a Bonhoeffer en El Seguimiento, en el primer capítulo del sermón del monte Cristo habla de lo "extraordinario" de la vida cristiana, en el segundo habla de lo "oculto" de la vida cristiana y en el último se refiere a la "segregación" de su comunidad respecto al resto. En cuanto a lo extraordinario, Jesús habla de lo bienaventurados que somos en los sufrimientos, amando incluso a nuestros enemigos (Mt.5:43-48) y que somos sal y luz del mundo, logrando con nuestras obras que el mundo glorifique al Padre (Mt.5:13-16). ¿Cómo puede ser, entonces, que en el siguiente capítulo hable de ocultar nuestras obras? Lo relevante es que las obras de sus discípulos queden ocultas para ellos mismos (Mt.6:3), pues si volcamos la mirada hacia ellas, o hacia nosotros mismos, perderemos el rumbo. ¡Nuestros ojos deben estar siempre puestos en nuestro Maestro, hemos de seguir sus pasos, obedecerle sencillamente y que no podamos ver otra obra más que Su obra! Todo esto genera una diferencia entre la comunidad de creyentes y los no creyentes. Una vida distinta que, confiando en Dios, debe estar llena de buenos frutos de bondad y justicia. Los discípulos somos efectivamente escogidos de entre las personas, pero no para juzgarlas, sino que, así como Cristo se entregó por el mundo, también nosotros nos entreguemos por el resto y proclamemos la misericordia de El Señor (Jn.3:16).

Cada uno de los miembros de la Iglesia ha de sentirse interpelado por esta forma de seguir. Ha de sentirse insertada en esta comisión para hacerse responsable de la misión evangélica, sirviendo y proclamando al Señor en todas las dimensiones de sus vidas. A partir de esta gran comisión, la de proclamar universalmente a Cristo como Salvador y Maestro, surge todo el quehacer de la Iglesia. Pues Jesús nos enseña a amar, a reunirnos, a reconciliarnos, a orar, a alabar, a sufrir, a gozar, a luchar, a reír, a llorar, a administrar, a custodiar, a sanar, a enseñar, a servir a los necesitados, a denunciar las injusticias, a anunciar otro Reino y a su único Señor, que vendrá pronto a instaurarlo plenamente. Cristo nos dio una misión integral, que dirige cada cosa que emprendemos. Como comisión somos responsables de nuestra tarea en cada una de sus múltiples dimensiones... ¿somos capaces de trabajar en todos sus aspectos? Ciertamente que no podemos si queremos hacerlo todo solos. Por eso es que debemos comprometernos con una comunidad de hermanos, que en su conjunto pueda vivir integralmente la misión y vida cristiana, pudiendo uno aportar en cada una de las dimensiones a través del diezmo o cuota. Para muchos, esto podría parecer demasiado pesado, puesto que significa renunciar a todo, no hacer nada que no tenga relación al seguimiento de Cristo, no poner nada entre Cristo y nosotros (Lc.9:57-62; Lc.14:26; Mc.10:28-31; Mt.19:16-22; Mc.8:31-38). Sin embargo, Cristo dice: "Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí [...]; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga"(Mt.11:28-30). El yugo justo de Cristo es de todas formas más ligero que nuestro propio yugo, cargado de pecado y muerte. Tomar el yugo de Cristo significa perder nuestras vidas, sin embargo no hay nada fuera de aquél yugo que pueda darnos la vida verdadera, vida abundante (Jn.10:10). No se trata de seguir a Cristo como si por nuestra semejanza a Él nos ganáramos la vida eterna... ¡No! Cristo, por su gratuita Gracia nos regala la vida eterna, vida de comunión con el Padre y su Reino, que ya hemos de vivir anticipadamente en el seguimiento, guiados por el Espíritu Santo. Ni la moral ni la ley tienen algún sentido en sí mismas para nosotros, pues nuestra única norma de conducta es preguntarnos: ¿qué haría Jesús? ¿cuál es la voluntad de mi Padre? La vida no es más que seguimiento completo. ¿No ves necesidad de entregarte completamente a Él como Señor y Maestro? ¿Cuál es la Gracia, entonces? La Gracia es justamente que podamos vivir entregados a Él, que recibamos sin mérito el Espíritu de una vida con sentido que, en todo sus sentidos, proviene y lleva a Dios. La Fe es que aceptemos con confianza aquella Gracia. Y es por Cristo, y solo a través de Cristo, que hemos de estar unidos o separados de las cosas o de la familia, teniendo tanto lo piadoso como lo mundano el sentido de la entrega cristiana.

Volviendo al principio, no es otra cosa que la proclamación del Evangelio lo que nos une como Iglesia. Todos los miembros de la comisión son parte de un mismo trabajo, estamos todos unidos incondicionalmente por el mensaje evangelizador. No basta otra cosa que concordemos en este mensaje, que Cristo ha muerto y resucitado por nosotros, salvándonos para una nueva vida en el Espíritu, para que en acción de gracias nos atrevamos a trabajar juntos en la misión. Vayamos, pues, en paz y sirviendo al Señor. Démosle gracias con nuestras vidas. Embarquémonos juntos en esta gran tarea, pues en esto somos Iglesia y gozamos de la vida que nos regala y gozamos de su presencia. Como dijo el Señor: "...he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén."



[1] "... para cumplir" se ha de traducir más fielmente como "...a dar cumplimiento", que se puede interpretar también como que Cristo vino a darle el verdadero significado a la Ley, que estaba inconclusa.

jueves, 5 de junio de 2014

7° La Iglesia: hijos de Dios y familia de Dios


Un tema relevante que todavía no he tratado es la relación filial que la Iglesia ha de tener con Dios. La Biblia dice que a través de Cristo y del bautismo somos adoptados por Dios como sus hijos (Rom.8:15; Ef.1:5; Sal.27:10), como hermanos de Jesús y por lo tanto coherederos de Su Reino (Rom.8:17; Ef.3:6; Ap.21.7). Aunque en vez de hablar de adopción, me calza más hablar de reencuentro. Pues si provenimos de Dios y criatura suya somos, somos hijos suyos y toda la creación es nuestra hermana. Solo que nos extraviamos en pecado, y por el bautismo nos dejamos reencontrar como hijos pródigos (Lc.15:11-32). Lo que debo rescatar del concepto "adopción", es que pone énfasis en Jesucristo. Pues se entiende que Él es el único hijo unigénito de Dios, o sea el único idéntico al Padre y el único primogénito con derecho propio a la herencia divina. Nosotros somos parte de esa herencia y volvemos a El Señor solo a través de Cristo.

Pero el ser hijos de Dios va mucho más allá de una herencia. Se trata principalmente de la relación íntima y estrecha que hemos de tener con Dios. El entendernos hijos de Dios, el entregarnos a él con la confianza que muestra un niño ante quienes lo cuidan, es la imagen más ilustrativa de la fe. En el Antiguo Testamento ya es usada esta figura (Ex.4:22; 2 Sam.7:14; Sal.103:13), pero es Jesucristo quien destaca esta relación filial con Dios como algo esencial. Nos lo muestra como un Padre preocupado, al cual nos podemos dirigir personalmente, contarle todo y pedirle todo lo que necesitamos. Esta es la clave de la oración, el reconocernos hijos de El Señor que dependen completamente de Él (Mt.6:9; Lc.11:2; Mt.7:7-11; Lc 11:9-12) (Lc.18:16). Tan hijos somos, que incluso podemos pelearnos con él, como toda persona pelea con sus padres en la adolescencia, y como muchos salmistas igual lo hacen. Dios quiere escucharlo todo de nosotros y quiere reencontrarse con nosotros.

Respecto a esta dependencia y cercanía es que juega gran importancia la figura de Dios como nuestra Madre. Debo enfatizar que El Señor/La Señora no tiene un género particular, y a pesar de que la tradición patriarcal hebrea haya privilegiado lo masculino de Dios, también se refiere a Él de forma femenina (Mt.23:37; Lc.13:34; Sal.131; Is.42:14; Is.66:13; Job.38:8-9; Num.11:12; Dt .32:11-12; Os.13:8). El mismo título de Dios Todopoderoso o Dios Omnipotente es una traducción del original hebreo ‘El-Shadday[1], que hace referencia al pecho materno. Cristo mismo rescata lo femenino, por ejemplo en su lamento por Jerusalén:
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! (Mt.23:37; Lc.13:34)
Dios es tanto Madre como Padre. La Iglesia ve cumplida integralmente en Él/Ella toda relación de dependencia y no necesita crearle a Dios un par femenino, como hacen muchos católico-romanos con la virgen María o mucho peor, como lo hace la IDDSMM al hablar de "Dios Padre" y "Dios Madre" como dos entes separados. Dios es uno solo y es tanto Padre como Madre para nosotros.

La Iglesia es heredera del Reino de Dios y depende de Él como una niña depende de su Padre o su Madre. Pero el ser hija de Dios también significa imitarle y aprender de Él. Todo niño adora a sus padres y actúa conforme a lo que ve en ellos y conforme a sus enseñanzas (Mt.5:48,12:49-50; Ef.5:1-2; 1Pe.1:14; 1Jn.3:9,5:2). Si vemos a Dios como a un Padre, nos entregamos a Él y le adoramos, siéndole obediente y aceptando sus amonestaciones y castigos, pues queremos aprender de Él, asemejarnos a Él, sabiendo que nos ama de forma personal. Sabiendo si que somos incapaces de llegar a su perfección, nuestro Padre celestial se compadece y se acerca a través de Jesús, nuestro hermano mayor que sí ha cumplido todos los mandamiento del Padre y a quien, al ser humano como nosotros, podemos imitar más fácilmente (Rom.8:29).

Junto a lo anterior, el reconocer que la comunión de creyentes tiene en Dios un Padre en común, reconocemos también que somos una comunidad de hermanos, una comunidad de iguales. ¡En el bautismo somos hechos todos iguales (Gal 3:27-28; 1Cor.12:13; Col.3:10-11)! ¡La Iglesia es una fraternidad, una familia! El concepto "familia de Dios", "familia de la fe" o de la "casa" de Dios, es usado en pasajes como Ef.2:19,3:14-15; Gal.6:10; Heb.2:11,3:6. Junto a los creyentes tenemos un hogar. Allí donde las personas entregan sus vidas al Padre, también se entregan a sus hermanos (1Jn.4:20-21). Allí donde los hermanos se entregan unos a otros hay confianza, cariño, seguridad, apoyo mutuo, confesión mutua, amonestación mutua, así como también hay diferencias, rencillas, etc. Cada persona asume su propio rol, hay gente más comprometida que otras, hay gente con más autoridad que otras, pero hemos de recordar que todos somos hermanos y solo uno es el Señor y Maestro (unus magister omnes fratres) (Mt.23:9-12). Como en toda familia, la familia de la fe empieza a conocer sus detalles humanos, tanto lo bonito como lo no tan bonito, y así como en toda familia se van generando amistades con unos y no tanto con otros. Pero nosotros no elegimos a nuestros hermanos en la fe, como se hace con los amigos. Nuestro Padre celestial ha adoptado a los que Él estimó y debemos aceptarlos. La fe común es un vínculo que nos une incondicionalmente.

Todo cristiano ha de comprometerse con una comunidad concreta para experimentar en su vida lo que es ser Iglesia, y a aquella comunidad ha de recurrir de forma frecuente para ser parte del trabajo y vida comunitaria. El concepto antiguo de familia o casa abarcaba más allá de la familia congénita y tenía relación a todos los que formaban un núcleo social-económico, que solían ser más grandes que en la sociedad moderna, compartiendo todo tipo de actividades para ser sustentables. Así mismo, en una comunidad de hermanos en la fe se trabaja y se aprende juntos, llevando a cabo todo tipo de tareas cotidianas para mantener la casa, en especial aquellas comunidades que viven como los primeros cristianos (Hch 2:43-47,4:32-37).

¡Oh Madre celestial, qué cálido es estar juntos bajo tus alas! ¡Oh Padre celestial, llévanos de tu mano y ayúdanos a obedecer tus mandamientos! ¡Danos de tu leche espiritual! ¡Aliméntanos con tu Espíritu! ¡Escucha nuestras oraciones y consuélanos! ¡Gracias por recogernos nuevamente y recibirnos con banquete y fiesta! ¡Danos el amor para vivir como una familia fraterna y unida! ¡Ayúdanos a corresponderte y ser causa de orgullo para ti! Amén.





[1] Según comentarios de la Biblia Textual, nota especial 5: Títulos. ‘El-Shadday, traducido como Dios Todopoderoso o Dios Omnipotente. Ocurre 37 veces en el texto, mayormente en el libro de Job. El significado etimológico de este título es a la vez apasionante y conmovedor. La palabra ‘El significa el que es fuerte o poderoso. El calificativo Shadday se compone de la palabra hebrea shad = el pecho, que de manera invariable se usa con referencia al pecho femenino (Gn.49:25), y del contexto es posible inferir el pecho materno. Dios es Shadday porque Él nutre y da poder, y en un sentido más amplio, es el que satisface y se derrama a sí mismo en la vida del creyente. El niño lactante no solo encuentra en el pecho maternal calidez y sustento, sino que también refugio, satisfacción plena, quietud y descanso. De hecho, fuera del pecho materno, el niño no necesita nada. 'El-Shadday es entonces el nombre con el cual Dios se presenta como Sustentador y Fortalecedor, y nada es necesario aparte de Él. Quizá Todo-Suficiente sería la palabra que mejor lo describa, pero 'El-Shadday no solamente sustenta y fortalece, sino también hace que el creyente sea fructífero. En ninguna otra parte de la Escritura se ilustra mejor esta verdad que en el pasaje donde este nombre ocurre por vez primera (Gn.17:1-8). A un hombre de noventa y nueve años de edad, el cual estaba ya casi muerto (Heb.11:12), el Señor le dijo: Yo soy 'El-Shadday... te multiplicaré en gran manera. Más de un siglo después, el nombre 'El-Shadday es invocado por primera vez, en labios de Isaac para bendecir a su hijo Jacob (Gen.28:1-3). Pero 'El-Shadday no solo hace furctificar mediante bendiciones, sino también por medio de pruebas. De allí que Shadday sea el nombre característico de Dios en el libro de Job, donde ocurre la mayoría de registros. La mano de Shadday cae sobre Job, el mejor hombre de su tiempo, no como resultado de juicio, sino con el propósito de presentarlo ante el torbellino (Job.38.1), para que sus oídos entiendan los razonamientos de Shadday (Job.38:1-41:43), y sus ojos puedan verlo (Job.42:5). Esta breve explicación muestra cuán importante es para el lector entender las características de éste o cualquier otro apelativo del Dios de la Biblia. Es lamentable desde todo punto de vista entonces, que Shadday haya sido traducido, ya sea por Todopoderoso u Omnipotente. En realidad, su primer nombre 'El es suficiente para indicar omnipotencia. Ante éste y similares dilemas, no podemos hallar mejor solución que su transliteración.

lunes, 2 de junio de 2014

6° La Iglesia: Israel de Dios


En la entrada anterior hablamos de la conversión, especialmente en relación al bautismo, a través del cual somos hechos parte de la Iglesia. Y como decíamos, el Evangelio llega a nuestro corazón para matar lo que somos actualmente y convertirnos en una nueva persona, hacia una nueva vida conforme al Espíritu Santo. Pasamos a ser parte de la Iglesia y de todo lo que ella significa. En esta entrada tratamos cómo es que el bautismo nos hace parte del pueblo de Dios. La comunidad de creyentes es el pueblo de Dios, lo que también se llama "Israel de Dios". ¿Qué significa esto?

El bautismo hace alusión al rito judío de la circuncisión. En el judaísmo, el corte del prepucio se hace a los 8 días de nacido y simboliza el pacto que Dios hizo con Abraham y con toda su descendencia (Gen.17). El pacto que Dios sella con Abraham a través de la circuncisión, es que Él sería Dios suyo y de su descendencia. Al hacer el pacto le cambia su nombre "Abram" a "Abraham", que significa "padre de una multitud" o "padre de muchedumbre de gentes". Insiste en la promesa que le hizo al pedirle que dejara su hogar, que también se la hace a su nieto Jacob, de darle la tierra prometida y de bendecir a través de él y su infinita descendencia a todas las familias de la tierra (Gen.12.3; 28:14). En todo esto, vemos en el "padre de la fe" una figura universal en la que son contados en su descendencia todos los que se circuncidan. Al reconocerle como "padre de la fe", heredamos el pacto de ser el pueblo de Dios y de tener la tierra prometida, que para nosotros es el Reino de los Cielos y su justicia (Hb.11:16;12:22), la "nueva Jerusalén" (Ap.3:12,21:2,10; ; Gal.4:26). Nos hacemos partícipes de la fe de los patriarcas y matriarcas hebreos, siendo Jacob a quien Dios nombró "Israel" luego de encontrarse cara a cara con él (Gen.32:22-32). Entonces, llamarse "pueblo de Israel" no significa pertenecer a la raza o cultura judía o a la nación que hoy se conoce como "Israel", sino que nada más que ser incluidos en las promesas hechas a Abraham, reconociéndonos descendientes de Jacob, Raquel, Lea, Rebecca, Isaac, Sara y el mismo Abraham. Aquellas promesas son para el mundo entero y las vemos completamente cumplidas en Jesucristo.

Insisto que desde una perspectiva cristiana, el ser descendiente de Abraham no tiene relación a una nacionalidad o a una raza, sino únicamente a recibir el Espíritu de Dios en nuestros corazones, que es la circuncisión que vale (Rom. 2:28-29; Gal.6:15-16; Mt.3:9; Lc.19:9; Dt.10:16; Dt 30:6; Jer.4:4; Jer 9:25-26). De esta forma podemos sentir que las promesas y amonestaciones que se hacen a Israel en la Biblia nos las hacen también a nosotros. Aunque... hay que tener cuidado de caer en malas interpretaciones. ¿Al ser hechos miembros del pueblo de Israel por el bautismo, debemos seguir la Ley de Moisés? En los tiempos de los primeros cristianos existían grupos judaizantes que decían que la Ley de Moisés debía de seguirse al pie de la letra para ser salvos, circuncidándose el prepucio, llevando a cabo cada una de las fiestas, ritos y sacrificios. Sin embargo, en el Concilio de Jerusalén los apóstoles zanjan esta cuestión y aclaran que la Ley de Moisés no tiene por qué ser observada por los que se vuelven a Cristo, ni debemos circuncidarnos el prepucio (Hechos 15:1-31). Tanto hombres como mujeres somos circuncidados con el Espíritu de Cristo, y es la justicia de Cristo la que nos muestra como justos ante Dios. Es Cristo, no la Ley de Moisés, quien injerta tanto a judíos como a no judíos (gentiles) al pueblo de Israel (Rom.11:11-24) y nos hace a todos los creyentes parte de un mismo pueblo (Ef 2:11–19). Con lo último, insisto en que el pueblo de Dios es solo uno y universal, dejando claro que condeno rotundamente toda idea dispensacionalista y sionista.

Considero que la Ley de Moisés fue revelación de Dios, pero era solo sombra de lo que habría de venir (Heb.10:1), y estaba envuelta de códigos culturales y normas que ordenaran la nación judía en el contexto histórico en el que se encontraba. En la entrada 8° retomaré el sentido de la Ley como guía, pero lo que incumbe a esta entrada es dejar claro que en Cristo el Israel de Dios se hace libre de la ley, cosa tratada con fuerza por el apóstol Pablo, especialmente en su carta a los romanos y en su carta a los gálatas. De veras que el cumplimiento de la ley nunca salvó a nadie (partiendo por el hecho de que no ha habido quien pueda cumplirla), sino que la relación con Dios dependió siempre de creer en Sus promesas.

La salvación se basa en el amor incondicional de Dios. Nuestra relación con Él depende únicamente de su misericordia, que se revela plenamente en la muerte y resurrección de Cristo en la cruz. A esto se le llama "Solo Gracia".

Como personas no podemos comprar a Dios con obras, sino que solo podemos aceptar Su Gracia por la Fe, tal como Abraham (Rom.4:1-13), dejando atrás todas nuestras seguridades para dejarnos guiar completamente por Él hacia su Reino prometido, aceptando que Él nos ama y nos ha salvado en la cruz sin ningún mérito de nuestra parte. Esto se llama "Solo Fe".

"Solo Gracia" y "Solo Fe" son fundamento doctrinal del mundo evangélico-protestante, que describe la Buena Nueva que nos salva, o sea, el Evangelio (leer más de las "solas" de Lutero). Al creer en el Evangelio y bautizarnos, siendo circuncidados espiritualmente y hechos descendientes de Abraham, nos hacemos parte de ese pacto por el que somos pueblo de Dios y partícipes de Su Reino de justicia únicamente por Su Gracia, a través de la Fe en Cristo Jesús. En Cristo se renueva el pacto hecho con Abraham, siendo un Nuevo Pacto o Nuevo Testamento. Recibiendo a Jesús en nuestros corazones podemos cantar con júbilo, como la virgen María:
Engrandece mi alma al Señor;
Y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.
Porque ha mirado la bajeza de su sierva/o;
Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada/o todas las generaciones.
Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso;
Santo es su nombre,
Y su misericordia es de generación en generación
A los que le temen.
Hizo proezas con su brazo;
Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones.
Quitó de los tronos a los poderosos,
Y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes,
Y a los ricos envió vacíos.
Socorrió a Israel su siervo,
Acordándose de la misericordia
De la cual habló a nuestros padres,
Para con Abraham y su descendencia para siempre.
Señor, guía a tu Iglesia, a tu pueblo, tal como guiaste a Sara y a Abraham en el desierto. Sin nada a que aferrarse más que a tu promesa, caminando sin rumbo claro, pero con confianza en aquella nueva Jerusalén que llega, aquél Reino celestial que se rige por tu voluntad, por tu amor, la plena comunión y la vida. Amén.