lunes, 10 de noviembre de 2008

Necedad y Prudencia: Extracto de la Reflexión del Pastor Lisandro Orlov, Argentina




Amigos y amigas,

Comparto acá un fragmento de un texto escrito por el Pastor Luterano Lisandro Orlov, residente en Argentina, y lo dejo para la reflexión, como siempre.


EVANGELIO Mateo 25, 1-13

Traducción: El Libro del Pueblo de Dios. La Biblia. Ediciones Paulinas. Madrid. Buenos Aires. 1990

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: el Reino de los Cielos será semejante a diez jóvenes que fueron con sus lámparas al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco, prudentes. Las necias tomaron sus lámparas, pero sin proveerse de aceite, mientras que las prudentes tomaron sus lámparas y también llenaron de aceite sus frascos. Como el esposo se hacía esperar, les entró sueño a todas y se quedaron dormidas. Pero a medianoche se oyó un grito: 'Ya viene el esposo, salgan a su encuentro'. Entonces las jóvenes se despertaron y prepararon sus lámparas. Las necias dijeron a las prudentes: '¿Podrían darnos un poco de aceite, porque nuestras lámparas se apagan?'. Pero estas les respondieron: 'No va a alcanzar para todas. Es mejor que vayan a comprarlo al mercado'. Mientras tanto, llegó el esposo: las que estaban preparadas entraron con él en la sala nupcial y se cerró la puerta. Después llegaron las otras jóvenes y dijeron: 'Señor, señor, ábrenos', pero él respondió: 'Les aseguro que no las conozco'. Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora. El Evangelio del Señor.



No podemos aproximarnos a este texto con ingenuidad o simplicidad. En primer lugar debo manifestar mi dificultad en aceptar una perspectiva tan arraigada en el pensamiento religioso de cualquier color y de todos los tiempos que mira al mundo con el objetivo de clasificar y separar. En el contexto de la epidemia del vih y del sida me resulta sumamente escandaloso mirar a aquellas personas que tienen otros criterios, otras opciones y otras costumbres desde un extraño sentimiento de superioridad incompatible con el Evangelio. Esa forma de comprender el mundo como si solo existieran dos caminos, dos realidades, clasificando a los seres humanos en buenos y malos, puros e impuros, creyentes y ateos, ricos y pobres, del norte y del sur, blancos y negros, hombres y mujeres, heteros y homosexuales, fieles y promiscuos, usuarios y limpios. Este terrible dualismo ha sido la fuente de muchos estigmas y de todas las discriminaciones. Entonces tomemos la decisión de terminar en considerarnos a nosotros y nosotras como ciudadanos del cielo y todas y todos los demás, las y los diferentes, como perteneciendo a este mundo mientras nosotros nos ubicamos en una dimensión desconocida. Todos pertenecemos al mismo mundo amado por Aquel que todo ha creado a su imagen y semejanza. Todos y todas estamos convocados a ser parte del mismo espacio de liberación que llamamos Reino de Dios. Es necesario superar ahora y terminar aquí con esa perspectiva dualista en nuestra comprensión de nuestras relaciones humanas. La realidad y nuestras propias vidas tienen muchos más matices, colores y brillos.

Tengo una querida amiga que siempre me dice que las chicas buenas van a la iglesia y que las malas van a todas partes y cada vez que se despide de mi me dice que me porte bien y que si no lo hago que la invite. Este texto del evangelio nos muestra esa comunión de situación en la que nuestra existencia nos ha ubicado en una realidad compleja y diversa. Necias y prudentes, necios y prudentes compartimos la misma historia y el mismo proyecto, todos y todas formamos parte de un mismo y único espacio. Este texto nos muestra que ambos grupos se quedaron dormidos y nadie es condenado por haberlo hecho. Por lo tanto ese no puede ser el centro y núcleo del relato, pero nos muestra algo que la teología luterana viene afirmando desde hace varios siglos pero que aún parece que no ha tomado toda la dimensión que merece en nuestro pensamiento y en nuestra acción pastoral. Siempre hemos afirmado que los seres humanos somos “simul justus et peccator” para decirlo en formula teológica, es decir, que siempre y aún en medio de nuestro bautismo y conversión vivimos un proceso permanente, dinámico y constante de tensión y lucha en nuestra condición ambigua de ser salvados y a la vez permanecer pecadores, puros e impuros al mismo tiempo, fieles e inconstantes en todo, buenos y malos, despiertos y dormidos, necios y prudentes. Este grupo de señoritas comparten esa básica realidad y la comparten no solo entre ellas sino que la comparten con nosotros y nosotras que a la vez las compartimos con todas las personas que viven con vih o sida y con todas y todos los estigmatizados y excluidos del mundo. Por lo tanto les invito a abandonar esas miradas sospechosamente dualistas que condicionan nuestras relaciones con los seres humanos y a tener una mirada un poco más positiva y un poco más realista.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Kristallnatch

“Töten ist eine Gestalt unseres wandernden Trauerns
Rest in heiteren Geist,
was an uns selber geschieht.”
(Soneto XI, Sonetos a Orfeo, Rainer Maria Rilke)


Yo no me siento alemana, a pesar de que cito a Rilke en alemán, de que mi abuelo haya tenido apellido Meyer, ni soy judía, pero quizás por ese mismo motivo es que, como luterana, Kristallnatch me parece un episodio histórico tan iniciático como espantoso, tan terrible como la peor de las pesadillas.

Corría la noche del 9 de noviembre de 1938 y tanto sinagogas, como locales y hogares pertenecientes a familias judías fueron saqueados –rotos los cristales de sus ventanas, de ahí el nombre tan atrozmente poético de esa noche–, iniciándose así el pogromo judío.

No dejo de preguntarme ¿qué hacían los miembros de la iglesia luterana durante esa noche? ¿dormían tranquilos acaso? ¿cuáles serían los pensamientos que pasaban por la mente de Dietrich Bonnhoeffer, posteriormente ahorcado en un campo de concentración nazi, días antes de finalizar la guerra, por ayudar a escapar a miembros de la comunidad judía, mientras la iglesia luterana “oficial” apoyaba al Tercer Reich? ¿cuáles serían las oraciones remitidas al Señor en esas horas? ¿habría alguien no tan preso del pánico como para intentar evitar esta desgracia? ¿qué haríamos nosotros en su lugar, en el lugar de esos luteranos, testigos de tan atroz maniobra política?

Hay sufrimientos que no tienen nombre. Que destrozan el alma, como escribe el poeta mexicano Roberto Arizmendi: “pero el dolor / ¡carajo! / es algo así / como desbaratar la vida; / romperse todo / toditito.”

Miles de sueños rotos. Miles de vidas perdidas. Torturas llevadas a cabo ex profeso. No hay lógica para eso, no hay respuesta para tanta pérdida, para una llaga que la humanidad todavía lleva.

Mis breves palabras sólo quieren invitar al pensamiento, al recuerdo, a la memoria. Porque hechos como Kristallnatch, o la bomba atómica de Hiroshima, o cualquier otra maniobra que el poder político ejecuta por sus intereses (y que, por Dios, también han ocurrido en nuestro país), sacrificando a personas cuya humanidad es tan respetable como cualquier otra –con sus defectos y virtudes, y cito una de mis frases favoritas del hermano Martín Lutero: “Simul Iustus et Peccator”–, sencillamente no deberían ser ni aceptadas ni olvidadas. Porque hechos como éste son la razón por la que tenemos que trabajar día a día para lograr que el mundo sea un lugar mejor, para que exista paz y sana convivencia, para que –finalmente– el reino de Dios, remanso de paz y de amor, se hagan realidad en esta tierra. Y creo firmemente que ésa es nuestra tarea, a pesar de lo difícil, a pesar del miedo, a pesar de todo. Creo que éste es nuestro llamado.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Reflexiones de un loco jovencito


Bueno... primera vez que escribo en un blog... ¡Hola!

Soy Patrick Bornhardt, si vas a la congregación Martin Luther de seguro me ubicas, por lo menos de lejos. Tal vez me hayas visto también en alguna tocata, con una chela en la mano; o tal vez me ubiques como el rey germano de la gimnasia artística; o tal vez simplemente no tengas la más misera idea de quien soy.

La verdad es que en nuestra sociedad, donde una y otra vez nos faltamos el respeto, el tema de la dignidad y la justicia surge constantemente. Lo mismo que escribía Pamela nos revuelve el estómago y nos hace gritar con fuerza : ¡tal soperutano no tenía el más mínimo derecho de tratarla así! .... Pero... ¿que hay en él que no supo tratarla de forma digna?

La exhortación cristiana nos invita a amar hasta a ese soperutano que nos persigue, que nos odia y que nos hace mal... platónicamente (o tal vez socráticamente) deberíamos sentir más misericordia por tal fulano, tal soperutano que cometió una injusticia, que por quien sufrió injustamente.
En las fuertes palabras del texto que escribí no se escapa nadie. Hasta al más inocente e irrespetado parece ser cruelmente criticado en lo que inspirado escribí, pero me siento contento, porque tratando de ordenar mis ideas terminé expresando en terminos actuales eso que San Pablo predica a las comunidades. Esas cosas que este misionero bíblico se atrevió a decir más crudamente a los romanos (Romanos 3, 9-18), quienes tenían un concepto judicial muy evolucionado y seguimos estudando los derechos que ellos dictaban hasta el día de hoy.

Espero que no se queden sólo con las crítica que expondré, sino con la hermosa invitación a buscar la humildad.

Del documento que tengo en mi pc copio y pego ese ensayo de nombre :


SOBRE DIGNIDAD Y DERECHOS

En los siguientes párrafos escribo una de las muchas reflexiones que se me vienen a la cabeza. Una reflexión que parte buscando la esencia de lo que entendemos por dignidad y derecho, conceptos íntimos y muy fuertes. Intentaré de expresar esta reflexión de la forma más laica posible, porque aún estando estas ideas, en mi caso, íntimamente ligadas a la fe sé – por experiencia propia – que escuchar argumentos divinos, en el caso de un ateo o un desentendido, es completamente incómodo al momento de insertarse en un tema profundo y quiero que cualquiera pueda participar de un diálogo con mis palabras. Más que nada ésta es una reflexión que cuestiona ciertos matices impuestos de los conceptos básicos ya mencionados, expresa mis opiniones y abre más de una interrogante.

Esta reflexión se me vino a la cabeza en la última clase escolar de filosofía de mi vida con el profesor López luego que éste sentenciara que como regla moral toma el artículo de los derechos humanos. Todo lo que escribiré partió con las instantáneas preguntas:

¿Qué son los derechos? ¿Existen? ¿Son una verdad absoluta? ¿Un protocolo? ¿Será algo que inventamos para jugar a los justicieros? ¿Para liberar? ¿Para oprimir?

La sentencia con la que empecé a discutir conmigo mismo, y que compartí rápidamente con mi buen e intelectual amigo Martin Briceño, fue: “No creo en los derechos. No existen.” Pero que sentencia más estúpida, mi amigo se apresuró en decirme que claramente existían. Y claro que existen, la práctica de éstos es la prueba irrefutable de lo claro: existen. ¡Es la instintiva expresión con la que exigimos y reclamamos lo que merecemos y lo que somos dignos de hacer o no hacer, recibir o no recibir!... Ser digno… Merecer… Palabras de gran significado que implican para mi creciente y cristiana conciencia algo muy radical y distinto a lo que percibo que se piensa. Aquí es donde empiezo a darle vueltas al significado de dignidad. En la práctica se puede ver cómo este concepto implica cosas distintas y hasta opuestas dependiendo de la posición de cada persona. Tal vez un aristócrata se sienta digno de ser servido y de estar sobre los demás, tal vez un afroamericano se sienta digno de ser reconocido por los racistas, tal vez un machista se sienta digno de ser servido por una mujer, tal vez un consumista se sienta digno de tener una buena tele o los zapatos de última moda, tal vez el oprimido se sienta digno de estar a la par con quienes lo oprimen. Y así múltiples condiciones que se deben cumplir para sentir que nuestra condición de ser humano se concreta. Y ¡ay! de quienes no tengan eso que se merecen… Ser digno… Merecer… Palabras tan bonitas, ¡pero con el potencial de despertar en nosotros tan mortífero orgullo! ¿Qué pasa si no tienes eso que crees mínimo para ser alguien, para ser feliz? ¿Vas a luchar con tu vecino hasta conseguirlo? ¿Vas a envidiar a quien estimas superior hasta la muerte? ¿Despreciar a quien está peor que tú, tal vez para intentar sentirte mejor?

Basándome en éstas preguntas casi existenciales me atrevo a definir eso que llamamos dignidad como lo que necesitamos o debemos satisfacer o practicar para que nuestra vida tenga sentido o vaya acorde con su objetivo o acorde a la forma que debería ser vivida. ¡Pero porqué siendo algo tan simple las distintas personas opinamos cosas tan distintas al respecto, si somos todos tan iguales!... ¿Acabo de decir que las distintas personas son iguales? ¿Por qué me contradigo? Parece que eso de la igualdad es una discusión en la conciencia colectiva de ésta alocada civilización occidental que todavía no concluye. “Hay que ser tolerantes, porque todos somos distintos” “Todos somos personas y somos igualmente dignos” “Eres único. Cada uno de nosotros es único” “Respetemos la igualdad” son premisas clichés que popularmente aceptamos como verdaderas aunque a simple vista parecen bastante opuestas. Busquemos la raíz de estas ideas y extraigamos la verdad que encierran. Hay distintas razas, distintos sexos y géneros, distintas culturas. La verdad es que nuestras experiencias particulares, el ambiente en el que crecemos, las riquezas, las necesidades, aptitudes y falencias que nos son propias a lo largo de nuestra particular vida difícilmente coincidan con otra persona, aún en el caso de gemelos que comparten casi todo lo que mencioné anteriormente y son “genéticamente idénticos” se pueden observar diferencias abismales. Creo que acabo de concluir que cada uno de nosotros es simplemente único y distinto a cualquier otro.

La palabra Igualdad… está algo así como manoseada. La palabra Igualdad ha sido la inspiradora de incontables revoluciones y ha sido mástil de varias ideologías. ¡Tiene tanto poder, tanta fuerza! ¿Será sólo un deseo nacido del resentimiento? ¡No lo creo! ¿Todos somos personas, no? Pero… ¿no acabo de decir que sí somos personas, pero distintas? ¿Qué es lo que nos hace ser personas? En la primera oración del párrafo anterior definí dignidad como “lo que necesitamos o debemos satisfacer o practicar para que nuestra vida tenga sentido o vaya acorde con su objetivo o acorde a la forma que debería ser vivida.”. También mencioné en el párrafo anterior a ése que la dignidad nos presentaba la necesidad de cumplir ciertas condiciones para sentirnos como un humano propiamente tal, para ser feliz. Un punto importante que no se expresa en mi definición. Tal vez el sentido de nuestra vida, su objetivo, la forma que deberíamos vivirla radique en el sentirnos seres humanos, aprovechar nuestra humanidad. Redefiniré dignidad como “lo que necesitamos o debemos satisfacer o practicar para sentirnos humanos y desarrollar nuestra humanidad”. Presiento que en esta forma de definir dignidad está la clave para extraer la verdad acerca de la igualdad.

Luego de este punto aparte llegué a la clara conclusión de que la validez de esta igualdad depende fuertemente de qué es eso que necesitamos para sentirnos humanos, qué es eso que llamamos dignidad. Por lo tanto es algo completamente subjetivo, ya que, como ejemplifiqué al principio, la dignidad implica cosas distintas dependiendo de nuestra posición. ¿Pero si somos todos humanos no debería ser lo mismo lo que nos haga ser tales? ¿Será que hay una verdad absoluta y hay gente más y menos acertadas? ¿Más y menos felices? Que opinión tan impopular, desgraciadamente – o agraciadamente - la comparto. ¡Somos todos tan ciegos! ¡Nos cuesta tanto ver la verdad! ¡Entender eso que nos hace felices de forma pura! ¿Qué es eso que llamamos dignidad? ¿Qué es ser humano? ¿Qué es ser feliz? Para mí sólo hay una respuesta que hace sentido. Esta respuesta es la base de todas mis opiniones, de toda mi ética, y creo además que es la base de todas las filosofías que han tenido éxito, y además, la base de todo lo que nos rodea. Espero que usted concuerde conmigo en que la respuesta a estas preguntas es el amor. El amor es eso a lo que llamamos dignidad, el amor es eso que nos hace humanos y el amor es eso que nos hace felices. El amor es eso que se transforma en la firme piedra que nos protegerá de todo mal, pero que nos hará tropezar si nos intentamos sujetar a otros mástiles o si consideramos que el amor es completamente ajeno a la dignidad y a la felicidad. ¿Nos hará tropezar? ¿Por qué? Simplemente porque no nos podemos deshacer de él. El amor está dentro de nosotros, de todos nosotros. Estamos hechos de amor y somos felices al sentirlo, al practicarlo. Primero amando al amor en sí, después amándonos a nosotros mismos y luego amando al vecino, al darnos cuenta que todos tenemos la capacidad de amar. ¡En esto radica la igualdad! Todos estamos hechos de amor, hechos para amar, ¡y ojalá que otros también se den cuenta! ¿De qué sirve aferrarse a tal “dignidad” que termina negando el amor en los demás, y atentando contra el amor que sentimos por nosotros mismos? ¿No trata la dignidad de sentirnos concretamente humanos y ser felices? Por lo tanto, no veo yo sentido en aquello que desprecia el amor hacia el humano. El amor es lo único que considero puramente cierto y bueno.

VOLVIENDO A LOS DERECHOS…

¿Éste ensayo se llama “sobre dignidad y derechos”? Casi se me olvida. Los derechos. El inicio de todo lo que escribí son preguntas sobre los derechos. En la primera página defino exclamativamente este concepto como “la instintiva expresión con la que exigimos y reclamamos lo que merecemos y lo que somos dignos de hacer o no hacer, recibir o no recibir”… Ser digno… Merecer… Estas palabras nuevamente dan vueltas en mi cabeza llenas de sentimientos y distintos aspectos, a veces opuestos. Aspectos que aunque uno considere falsos están impresos en el sonido o letras de la palabra. En el párrafo anterior creo haber dejado bien claro que pienso que la concretización de la dignidad y felicidad es la capacidad de amar. Que bonito, pero suena también aburrido. ¿Dónde está la dinámica? ¿La aventura? Que fácil suena ser feliz. ¿Acaso no tengo que luchar en la vida? Soy feliz sólo por que tengo la capacidad de amar. Suena a conformismo, pero sólo por que todavía no lo analizamos en todos sus aspectos, sino sólo de forma abstracta. Nuestra vida tiene casi infinitos aspectos, y el amor, como base de nuestra vida, se presenta en todos ellos de distintas formas. Es multiforme, muy dinámico. ¿Pero si es tan perfecto, porque no somos todos felices? Buena pregunta. Toda la ética se desmorona cuando se ve aplicada a una situación en la que nos vemos obligados a infringir de una u otra forma contra la base de ésta, el amor. He aquí cuando uno se desespera, se le es nublada la vista y desencadena una desgraciada situación. He aquí donde ejemplificando terminaré relacionando la dignidad con los derechos, llegando a la parte más conflictiva de este ensayo, donde se relacionan conceptos como justicia, orgullo y libertad.

Imaginemos un caso en que una persona constantemente termina arremetiendo de forma violenta contra sus vecinos. Imaginemos que somos quienes ejercen autoridad. Esta violencia perjudica directamente a los vecinos, además de terminar alterando su integridad, dificultando así la práctica del amor dentro de ellos. ¡Hay que detener esta situación! Tenemos que asegurarnos de que el arremetedor comprenda la gravedad de esto y pare de hacerlo. Pero no es tan fácil, el arremetedor tiene razones para comportarse así, tal vez ha tenido percances que le dificulten actuar en pos de la vecindad. Unas palabras no lograrán cambiar su actitud. ¿Habrá que apresarlo? ¿Privarle de su libertad? ¿Qué es lo justo? Yo entiendo por justo que cada uno reciba lo que se merece y que reciba y actúe según le es digno. Según lo que he concluido hasta ahora, dignidad es eso que uno necesita para sentirse humano, para ser feliz. La capacidad de amar lo hace a uno humano y feliz, y desarrolla uno su humanidad amando. Por lo cual lo justo sería permitir que la gente ame. Nada más. La gente sólo merece amar. Si apreso al arremetedor estaré violentándolo, faltando el respeto a su humanidad, quitándole la libertad y causándole tal vez un mayor resentimiento que le hará aún más difícil amar una próxima vez. Que injusto para él. Que injusto par mí el verme obligado a generar una injusticia. Pero… ¿qué hay de los vecinos que tampoco merecen ser violentados? ¿Merecen acaso ser privados de tal violencia? Según mis anteriores conclusiones no. Ellos ya tienen lo que merecen y no tienen ningún derecho a quitarle la libertad a alguien sólo porque los agrede, cuando lo único que necesitan para ser felices es amar, y qué mejor oportunidad para amar que el perdonar a quien te agrede. Tal vez sea hasta la mejor forma de suavizar su corazón y entregarle la vista.

Que radical. Acabo de decir que la gente no tiene derechos (salvo el de amar). Acabo de dejar libre al agresor y permitir que los vecinos sigan sufriendo. No he resuelto ningún problema. Tal vez los vecinos no tengan la paciencia suficiente y su integridad sea destruida, que dejen de amar y que el agresor tampoco comprenda el daño que causa. Soy un pésimo político. ¿Pero no es acaso esto lo que dictan nuestros valores? ¿El dar la otra mejilla? ¿Pero no es también por la autoridad que se ha ejercido y los “derechos” que se han dictado que gozamos de orden?... Derechos… Primera vez que me queda esta palabra dando vueltas en el transcurso de este ensayo. ¿Qué son los derechos? ¿Existen? ¿Son una verdad absoluta? ¿Un protocolo? ¿Será algo que inventamos para jugar a los justicieros? ¿Para liberar? ¿Para oprimir? Son las preguntas que me hice instantáneamente al escuchar al profesor de filosofía. Más instantáneas que la avena Quaker que no necesita cocción.

Entonces, ¡¿qué son los derechos?!

Aunque ya admití que los derechos existen, no he admitido que sean verdaderos, ni si son un protocolo, si liberan, oprimen o si son un simple juego. Dije que eran a través de lo cual exigimos lo que merecemos, pero he negado que merezcamos algo más de lo que ya es inseparablemente nuestro (la capacidad de amar), por lo que no hay nada que exigir. ¿Quién dijo que la vida no era justa? Todos tenemos lo que merecemos. Este punto de vista me llena de libertad y me hace sentir completamente descomprometido con el protocolo que se me exige a través de los “derechos” dictados. Un protocolo que asegura que se realicen actos amorosos y que impide que se realicen actos irrespetuosos, pero a través del miedo y la obligación, desanexándose así estos actos amorosos de su esencia, siendo ya no actos amorosos, sino actos miedosos. El acto amoroso debe hacerse con plena libertad y gozo, pero los derechos que creemos que debemos ejercer y exigir sólo son parte de un juego que intenta liberar oprimiendo. Un juego alimentado por nuestro miedo, ambición y orgullo. Un orgullo que nace de la idea de que merecemos algo más de lo que ya se nos ha regalado: la vida, la gran y única oportunidad que tenemos para amar, ser humanos y felices. Este orgullo está inseparablemente ligado a la ambición cuando empezamos a codiciar esas cosas que no nos son propias, desencadenando en una sobreestimación que nos impide ver al vecino, con el cual competimos, poniéndonos así una venda en los ojos que nos impide vernos a nosotros mismos y al amor. Esta ceguera nos llena de miedo, por lo cual nos aferramos a ídolos o a alguna “dignidad” que no logra honrar nuestra humanidad. Por el mismo miedo nos sometemos a medidas que nos prometen seguridad, orden, alimento, y estabilidad económica, pero que nos termina obligando a actuar contra el amor, arremetiendo así contra nosotros mismos y desorientándonos de nuestra meta. Nos esclavizamos.

¡Qué radical! ¡Tantas críticas! ¡Tantas trancas y obstáculos! Así somos los humanos, duele en el orgullo. Pero si no azotamos este orgullo admitiendo nuestras falencias, nunca lograremos esa humildad que nos haga ver las cosas que sí tienen sentido.

Lleno de gratitud vivo la vida, no sufriendo por mis falencias, sino aprovechando esos regalos que se nos han dado. Nadie me exige hacer las cosas bien. Nadie me castiga por mis falencias. Sólo sé que soy tremendamente feliz amando. Todo lo que he recibido y vivido son regalos y veré yo como los acepto. Soy libre. Y me aventuro por la vida aprendiendo a aprovechar junto a quienes me rodean esas cosas que no merezco tener, pero tengo la libertad de disfrutar y compartir. Se regocija cada partícula de mi ser al lograr expresar ese amor dentro mío, y aún más cuando éste causa un enternecimiento y liberación en el otro. El miedo desaparece con la confianza en esto que me hace digno de servir a los demás cuando se me da la gana y disfrutarlo, porque le hace bien al otro y por lo tanto al amor que hay dentro de él y de mí. El miedo desaparece con la esperanza en que si aprovecho esta energía que se me regala mi vida cumplirá su objetivo, dando fruto que será reconocido por eso que nos une a todos, eso que nos hace a todos iguales: EL AMOR.

EPÍLOGO

Espero que mi reflexión, mis sentencias y preguntas hayan ocasionado en usted un interesante diálogo. Espero que no pareciera que le haya tratado de imponer mis opiniones, ya que creo que uno es libre de pensar lo que se le da la gana, y sólo valida algo si se le ocurre a uno mismo (o piensa que se le ocurre a uno mismo… la verdad es que todo lo que he dicho ya lo a dicho algún santo o filósofo), pero mucho me alegraría si sus propias conclusiones estuvieran ligadas al amor, que lo hagan sentir libre y feliz.

Aún estando convencido de la “autoridad pacífica” que debería uno aplicar, sé que ésta desataría un anarquismo caótico al ser aplicada, por lo que aparecen nuevas preguntas como: “¿de que forma enseñar a amar?” “¿Cómo proteger a los oprimidos?” “¿Está bien alegrarse por que alguien más imponga el orden, aunque sea de forma injusta?”, pero no le incumbe a éstas páginas responder esto. Por lo anterior he preferido alejarme hasta ahora de formalidades y política, rogando que mi actuar particular, personal e interfamiliar provoque ese servicio libre, ese orden utópico. Por lo menos hasta que se descubra la forma de aplicarlo a nuestra sociedad.

Me causa gracia lo difícil que se me hizo no mencionar a Dios (auque todo el texto gire en torno a Él) y que casi se me escapara, más de una vez, un ¡Aleluya!

Aconsejo a muchos que se den el tiempo de reflexionar escribiendo, dirigiéndose a alguien más. Es algo muy ventajoso, uno busca las palabras adecuadas, por lo que tiene que trabajar mucho más las ideas. Uno puede leer lo que ha escrito si se le olvida cómo empezó, teniendo así una esquematización mucho más práctica.

Me sorprende la dificultad que tengo para simbolizar las cosas, transformar algo teórico a algo práctico e inspirador. Me costó crear ese único ejemplo, y la única comparación simbólica escrita no la inventé yo. Aún así, es reconfortable poder ordenar ideas.

Le repito que deseo le haya sido de agrado esta lectura. Deseo que le sirva de material para sacar conclusiones propias respecto a temas relacionados. Adiós. Que el amor le persiga.

Patrick Bornhardt Daube

31/10/2008

ÍNDICE

SOBRE DIGNIDAD Y DERECHOS...............................................pág. 1–3

Introducción……………………………………….......................pág. 1, 1º párrafo

Definición de derechos; presentación de la dignidad….. ……….pág. 1, 2º párrafo

Definición de dignidad; presentación de la discusión en nuestra conciencia colectiva
acerca de la igualdad………………………………………................pág. 1–2, 3º párrafo

Buscando la verdad de la igualdad; Redefinición de dignidad…..pág. 2, 4º párrafo

Relacionando amor, dignidad e igualdad………………………...pág. 2–3, 5º párrafo

VOLVIENDO A LOS DERECHOS….............................................pág. 3–5

Retomando conceptos; introducción a la relación de conceptos…pág. 3, 6º párrafo

Ejemplo; relacionando justicia, dignidad y derechos…………….pág. 3–4, 7º párrafo

Entonces, ¡¿qué son los derechos?!................................................pág. 4, 8º párrafo

Conclusión………………………………………………………..pág. 4–5, 9º párrafo

EPÍLOGO……………………………………………………………pág. 6

ÍNDICE………………………………………………………………pág. 7







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Eso era... el pegado resultó ser algo desordenado. Cualquier cosa me escriben si quieren que les envíe el documento.

Guten Tag, guten Abend und gute Nacht.

Protesto, me rehúso



Tuve la mala suerte de que un fulano con el que estaba saliendo a carretear, me maltrató, es decir, me insultó, me amenazó y me golpeó. Me sorprenden las cosas que he escuchado a partir de mi relato de ello, tales como “no deberías beber de igual a igual con un hombre, porque los hombres se desubican y, como mujer, lo que tienes que hacer es frenarlos”, o “tú tienes un discurso feminista muy agresivo, por eso te pasan estas cosas”, o “no lo denuncies, porque es como mucho”, o “tú tienes algo torcido que saca lo torcido de mí”, o “porque tú me presionaste, me sacaste esa reacción violenta”.
Y, ahora, que por fin esta semana de decantar el horrendo episodio ha terminado, quiero responder a cada una de esas cosas y referirme a otras que también pienso.
En primer lugar, me rehúso a creer que, cuando una persona agrede a otra, haya alguna razón lógica para ello. No fue mi discurso, no es lo que hayas bebido o cuánto carretees con un hombre y tampoco creo que tenga que actuar como la madre de cada sujeto que conozco y mantenerme siempre en cierta posición de control para que él no se desbande (¿no se supone que todos los seres humanos desarrollemos autocontrol y que nos hagamos responsables de lo que hacemos, independientemente del género o identidad sexual que poseamos? Que me disculpen los que lo ven de otro modo. Pero me rehúso rotundamente a aceptar como respuesta algo diferente a un “sí, hacerse responsable y autocontrolarse es lo que todos y todas debemos hacer”).
El asunto es este: un hombre violento es un hombre violento, no importa lo que digas, o lo que hagas, o lo que pienses, ese hombre violento siempre encontrará la forma de agredirte y hacerte sentir que eres responsable de ello, a pesar de que, en buen chileno, la agresión es su cuento. Me sorprende la gente que empatiza inconscientemente con esa posición, que sostiene que, en parte, soy responsable de haber tenido una cortapluma en el cuello o que me ofendieran de maneras que no quiero traer a colación ahora (de hecho, la idea es olvidarlas). Miles de veces he carreteado con otros hombres, miles de veces, he conversado las mismas cosas… ¿por qué se supone que tenga que asumir algún grado de responsabilidad respecto de la conducta violenta de otro, cuando no hay ninguna razón para ello?
Un hombre decente, un buen hombre (que de esos también conozco y muchos), no responde a la presión –si es que tal presión existió– con insultos, sino que se explica o, por último, se va del lugar donde se siente incómodo en lugar de castigar a otro por lo que le molesta. Y ese es el punto. Me rehúso a creer de cualquier forma que una persona que es maltratada física y/o sicológicamente (léase hombre o mujer) deba pensar que tiene que cambiar aspectos de su personalidad, de su discurso, de su manera de ser ante la vida. No, de ninguna manera. Lo que hay que hacer es cortar de raíz la relación con alguien violento para que ésta no te consuma en un espiral disfuncional. Y si eres de los violentos, ahí sí que tienes cosas que cambiar, empezando por hacerte responsable y caminar derechito hacia una buena terapia. El resto no tiene por qué pagar lo que en tu interior te pone mal. Y no es el resto, no está afuera el motivo. Eres tú el que quiere pegar, insultar, maltratar y buscarás cualquier estúpida ocasión para hacerlo.
Si, como sociedad, seguimos perpetuando la idea de que “al que le pegan es por algo”, seguimos justificando la posición del agresor, seguimos sentados cómodamente, viendo cómo se pasa por encima de los derechos de niños, de personas con identidades sexuales diferentes, de etnias, de mujeres y, por qué no decirlo, de hombres que también son víctimas de mujeres que los minimizan, maltratan y agreden. Y me rehúso terminantemente a que la violencia sea validada, a que quienes la sufren día a día sean puestos en tela de juicio, en lugar de ser apoyados y acogidos, entendidos en el tremendo dolor que sufren. Basta. Dejemos de ver la paja en el ojo ajeno, en lugar de ver la viga en el nuestro propio. Como sociedad y, muchas veces, como personas, somos incapaces de contener y de apoyar al que sufre. Y acá voy de nuevo: me rehúso, me rehúso a aceptar estas situaciones y adaptarme a ellas como si fuesen lo correcto. Y no sólo me rehúso, me revelo y me rebelo con la única arma que soy capaz de esgrimir: las palabras.