El viernes 27 y sábado 28 de
octubre de 2017 celebramos y conmemoramos en Concepción los 500 años de la
reforma protestante con un maravilloso seminario. Lo organizamos como Comunidad
Teológica Evangélica junto a la Biblioteca Municipal de Concepción y
Corporación Sendas. Fue una experiencia vivificante.
Tuvimos expositores de renombre
internacional, como Nicolás Panotto, a quien admiro en sobremanera. Él expuso
el sábado 28 una ponencia titulada “La Libertad Cristiana en Lutero”.
¡Tremendo! Me sentí muy alineado con él, admirando la bellísima exposición que
hizo de la Theologia Crucis de Lutero, la Teología de la Cruz, según la cual el
lugar predilecto para la revelación de Dios es “por el trasero”, o sea, en lo
más impuro y humillante: la cruz.
Esa grosera expresión “por el
trasero”, refleja la controversial personalidad de Lutero, característica que
admiro en él y con la que logra que el diablo se revuelque y revuelque de
dolor. ¿Cuál diablo? Ese que mora en nosotros y admira lo puro y perfecto, haciendo
que nos aferremos a aquello que es bueno a nuestros ojos, en vez de aferrarnos a la
obra de Dios y a su sola gracia. Así mismo es cuando Lutero dice “peca
valientemente… pero con aún más valentía aférrate del amor de Dios”.
En el espacio de consultas, mi
querida compañera de estudios, Daniela Muñoz, confesó que odiaba cuando se habla de la “soberanía
de Dios” y quería saber cómo reconciliarse con aquel término, así como Lutero
se reconcilió con la “justicia de Dios”. Panotto, en vez de proponer una
reconciliación, reafirma su rechazo, insistiendo que la gente habla de la soberanía
de Dios por sus propias ansias de poder. Nada más. Ante tal impía respuesta de
mi respetado Panotto, es que me he motivo a escribir esto. En un futuro espero desarrollar mejor el tema, con mayor base bibliográfica y de forma menos acotada.
Primero que todo, concuerdo con la crítica que hace Nicolás Panotto. A los
que insisten en la soberanía de Dios para reafirmar su propio deseo de
soberanía (consciente o inconscientemente), los sometería a una intensiva dosis
de pesimismo occamista y de “cristianismo sin religión” bonhoefferiano. Sin
embargo, no puedo tolerar que se niegue la soberanía de Dios, que además de caer
en lo impío y herético puede terminar promoviendo la gracia barata y, aún peor,
un liberacionismo reduccionista[1].
No es mi intención enemistarme con ustedes, Nicolás y Daniela, ni apuntarles con el dedo,
sino que les hablo como hermano y como el peor de los pecadores[2].
Si Dios no fuera soberano, la cruz
dejaría de ser un escándalo y la doctrina de la justificación por la sola gracia
de Dios no sería una buena noticia. Si bien el concepto de soberanía, así como el
de predestinación, son banderas del calvinismo y no del luteranismo, también
están necesariamente presentes en la doctrina luterana de la sola gracia.
Lutero enfatizó en el amor de Dios y Calvino en su soberanía. Sin embargo,
ambos énfasis hablan de lo mismo y están en el centro de la doctrina de la
justificación.
Tengo amigos[3]
que niegan la soberanía de Dios y su título de “todopoderoso”,
buscando identificarse con aquellos que sufren y que se preguntan día a día por
qué Dios permite su desgracia. Ellos consideran que hay que responder que su sufrimiento no es voluntad
de Dios, y que si tuviera el poder, ya lo habría eliminado. Personalmente, no creo
que ante el sufrimiento tengamos que dar una explicación ni exculpar a Dios.
Por otro parte… ¿con qué cara le diremos Señor, Cristo, Mesías o Rey si negamos
su señorío?
En un plano soteriológico más
tradicional, en la serie de reflexiones cortas “Buenas Obras, una Gracia de Dios”, crítico escuetamente la doctrina de la doble predestinación y la del
libre albedrío. La Biblia es consistente en decir que Dios no desea la muerte
del pecador, sino que desea que se convierta. Dios quiere que todos sean salvos
y le conozcan. Al mismo tiempo, me parece esencial insistir que la fe salvadora
es un don de Dios y que no tenemos un albedrío libre, sino que somos parte de
un mundo esclavizado por el pecado. Entonces… ¿todos son salvos? No lo creo.
Hay gente que no tiene fe ni comunión con Dios. Entonces… ¿Dios no es
todopoderoso? Si fuera así, prefiero vivir engañado que ofender a mi Dios
negando su soberanía e infinito poder. Solo a Él sea toda gloria y honra.
Prefiero concluir que se trata de un misterio que sobrepasa nuestro
entendimiento. Es también la conclusión a la que llegan luteranos y reformados
en la Concordia de Leuenberg (1973). Me parece que así destacamos la
paradoja que presenta la cruz, y la crítica que la misma hace contra la razón
humana.
Creo que la idea del libre albedrío
nace justamente de una mente moralista que busca justificar a Dios y que fácilmente
termina juzgando al prójimo por su falta de fe y por su condenación. Hay que
despojarse de este énfasis ético y dejar que Dios sea Dios, dejarnos ser
criaturas ante nuestro Creador. Que la justificación sea por la sola gracia de
Dios, significa que nosotros no podemos justificar ni juzgar a nadie, menos a Dios. Como diría la obra de Kierkegaard, hemos de saltar del estadio ético al
estadio religioso.
Ante el sufrimiento diario, la
teología de la cruz no responde por qué Dios permite el pecado, sino que nos
consuela con la convicción de que Dios se identifica con nosotros y que está
sufriendo con nosotros. El concepto de “soberanía de Dios”, desde la teología
de la cruz, tiene su énfasis justamente en la encarnación y cruz de Cristo, más
que en su resurrección y glorificación. La resurrección y glorificación son la
esperanza a la que nos aferramos cuando nos identificamos con Cristo, y que nos
da fuerza para seguir luchando por un mundo mejor. Así mismo, la resurrección y
glorificación son la consecuencia natural de la soberanía de Dios y su infinito
poder, pero la verdad es que no son su esencia ni son necesarias para afirmar
que Dios es soberano. Así como la santificación es consecuencia natural de la
justificación, sin ser necesaria para ser justificado.
Dios se revela como soberano y
todopoderoso principalmente en su kenosis,
en su encarnación y crucifixión. Especialmente en aquel momento en que clama “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc.15:34), gracias al cual
soportaremos vivir “ante Dios y con Dios sin Dios”[4].
Es en ese momento en que Dios logra tomar nuestro lugar con plenitud,
dignificando su creación caída y restaurando plenamente su comunión con
nosotros. Es en ese momento en que el señorío y poder de Dios son tal que
superan todo concepto humano de lo poderoso y lo sabio. Y como sabemos que ese judío
crucificado ha sido puesto a la diestra del Padre y declarado Rey, es que
sabemos que llenará a los pobres de bienes y alejará de sí vacíos a los ricos. Y
como sabemos que Él es Rey, es que sabemos que las Romas y los Pilatos caerán cuando
vuelva a juzgar a los vivos y a los muertos. Como sabemos que Él es soberano, sabemos
que es Él el que construye su reino. ¡No nosotros! Cuando los secularistas, los
teólogos del dominio o los radicales armados quieran erigir el reino de Dios o
una Nueva Jerusalén, recordemos que el reino es de Dios y que Él lo construye, no
nosotros.
Dios no necesita de nosotros ni hemos
de sentirnos muy importantes para su misión. Sino que hemos de sentirnos
gozosos de que por su gracia nos da el privilegio de participar en su misión.
El privilegio de ser elegidos por Él, es el de servir y humillarse como Él lo
hizo en la cruz. Es el de reconocernos menor que el otro. Este es el sentido
que toman nuestros cultos cuando partimos confesando nuestros pecados, clamando
por la piedad de Dios y glorificando su nombre: “¡Gloria a Dios en las alturas
y en la tierra paz…!”. Solo cuando le demos toda la gloria y honra a Él y
solamente a Él, es que dejaremos de buscarla para nosotros y que por fin habrá
paz entre nosotros.
Si seguimos desarrollando la
teología de la cruz desde una perspectiva bonhoefferiana, que insistió en la
comunidad de discípulos como el cuerpo de Cristo, y que Jesucristo sigue
existiendo en forma de comunidad, recordaremos que Bonhoeffer también habló de
la “comunión del pecado” y de que la Iglesia, como cuerpo de Cristo, carga con
el pecado de todo el mundo. Si alguien peca o sufre en el mundo, hemos de
admitir nuestra responsabilidad y admitir ese pecado como propio, sufrir ese
sufrimiento como propio. Al amar al otro como a uno mismo, cargaremos con sus
pecados y dolores como si fueran propios. ¡Cómo cargar con tanto pecado, tanta
culpa y tanto dolor! Solo podemos hacerlo si nos aferramos a la soberanía y al poder de Dios, sin lo cual no podemos confiar en la efectividad de su gracia ni en la
efectividad de nuestra oración. Es aquí que la oración de intercesión cobra
sentido. No es una “buena obra” con la que esperamos manipular la voluntad de
Dios ni alivianar nuestra conciencia ante el mal ajeno. Tampoco es momento para discursos programáticos. Sino que es un poderoso
refrigerio para el que carga tanto mal, y es una gran esperanza que impulsa a
seguir por el camino de la cruz.
Es en este sentido, mis hermanos,
que me preocupa que busquemos negar la soberanía de Dios. Me da la impresión
que no odiamos tanto la “soberanía de Dios”, sino que odiamos más bien a las
personas que predican la soberanía de Dios. Negar la soberanía de Dios termina
siendo nuestra máscara piadosa con la que escondemos nuestro odio, y con la que
nos desentendemos del pecado de esos ‘fundamentalistas’ que quieren la gloria
de Dios para sí mismos. De esta forma, ya no somos responsables por su pecado.
No me preocupa tanto caer en
impiedad o herejía. Lo que me preocupa es que al desmarcarnos del pecado de
nuestros hermanos, estemos negando el camino de la cruz. Luego de tal desvío hemos
de agachar la cabeza ante nuestro Señor y Maestro, que al igual que a Simón Pedro
nos dirá: “¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí un obstáculo, porque tus
pensamientos no son como los de Dios, sino como los de los hombres.” (Mt.16:23)
Muchas gracias, Daniela y Nicolás,
por estar en este camino en el que vamos reconociéndonos. Dios les bendiga y les haga bendición para muchos. Y como dice Luis Lucho: Besitos.
[1]
Hago un giño a una de las “cautividades babilónicas” que Guillermo Hansen
señala en su libro “En las fisuras. Esbozos luteranos para nuestro tiempo”. Me
gustaría saber qué entiende por estas “cautividades”, categorías que he ido
desarrollando por mi cuenta.
[2]
Esto no es solo un guiño a San Pablo ni falsa modestia, sino que efectivamente
soy el peor de los pecadores y se los demuestro rápidamente. Bajo la lógica de
la cruz, el lugar privilegiado de revelación divina sería en el peor pecador. Identificarse
con el peor de los pecadores, más que un acto de humildad, es un acto de
incomparable vanidad. ¿Qué pecado es peor que este? He ahí, que con solo decir
que soy el peor pecador, demuestro que lo soy efectivamente.
[3] Amigos
luteranos que yo criticaría de caer en un liberacionismo reduccionistas.
[4]
Bonhoeffer, Dietrich. Resistencia y
Sumisión.